Colesterol Literario.


Hace unos años, Stephen King respondía a una pregunta formulada de esta guisa: "Soy el equivalente literario de un Big Mac y unas patatas fritas" y que rápidamente se convertiría en una de las citas más conocidas del autor.
Esa frase, que no deja de ser un ejercicio de humildad por parte del escritor, podría servir para ilustrar buena parte de la obra de King, así como de multitud de escritores que han convertido su nombre en sinónimo de esa insidiosa palabreja que es "Best-Seller".
Anglicismo que ha terminado por cobrar vida para convertirse prácticamente en un nuevo género donde clasificar la literatura que se edita.
La publicidad (ese útero al servicio de las grandes editoriales para la gestación de estrategias) ha asumido la importante tarea de indicar al individuo que autores debería conocer a la hora de adquirir un libro en detrimento de la calidad literaria de la obra, que se ha visto relegada a un segundo plano para ceder protagonismo a la etiquetita redondeada, dorada y bien llamativa de la portada o la campaña publicitaria de turno que nos conmina a descubrir esa gran experiencia que va a suponer la trilogía o libro de moda de la que ya se han despachado no sé cuántos millones de ejemplares en no me importan lugares del mundo.

Pero no siempre fue así, hubo un tiempo antes del salvaje consumismo imperante en el que todo servía a un útil propósito más allá del económico y por ello, en los años 20 se acuñó el término de "best-seller" que se comenzó a utilizar para favorecer la difusión entre el público de los libros de mayor importancia y venta en una época donde la divulgación de estos se limitaba a periódicos y revistas de la época. 
Resulta fácil imaginar como una "etiqueta" de esa índole podía resultar verdaderamente provechosa para el lector de entonces, privado este de los medios de información masiva de los que hoy disfrutamos. Es por ello que el concepto en origen de la idea no estaba mal, nada mal, pues servía para hallar, catalogar y recomendar libros de verdadero valor literario.

Por desgracia, pasaron los años y las editoriales descubrieron que desvirtuando la concepción del término mediante la inclusión de obras que, ya no es que no merecieran (o merezcan) ese presunto estatus, si no que en primera instancia jamás deberían haber visto la luz, "conseguían de alguna manera" despachar millones de unidades al igual que sus coetáneas de superior calidad.
No había que esperar a que los grandes autores acabaran sus manuscritos, ni pelearse por derechos de autor con la competencia, bastaba con prefabricarse una gran obra a base de un bonito envoltorio en forma de proyección mediática.
El concepto pasó a servir a fines meramente propagandísticos y publicitarios de novelas de gran tirón comercial y rápida producción, pero de cuestionable calidad, y que han acabado por confinarlo a una estrategia fundamental de las grandes editoriales y de paso empantanar los comercios con infinidad de literatura superflua.

Pero volvamos al símil gastronómico del rey midas de la literatura, ¿son necesarias estas "hamburguesas literarias"? 
Sería injusto afirmar que no.
A pesar de la dudosa calidad de la mayoría (que no todas) de las novelas que atestiguan la etiqueta de "superventas", secundariamente llegan a servir a propósitos muy positivos.

Tal como ocurre con la literatura infantil y juvenil, el "best-seller" acaba por compartir una meta (aun haciendo alarde de motivaciones muy distintas) tan importante como la de fomentar el hábito de la lectura.
Esos nuevos leyentes (o no tan neófitos) que puede o que quizás se atrevan a profundizar más allá de la lectura superficial y puntual de una obra en particular es digno de alabanza.
Es cierto que ese efecto obedece más bien a una consecuencia por el hecho de practicar la lectura que a un propósito buscado por las editoriales o el autor pero no por ello deja de ser remarcable.
Sirva de ejemplo aquel monstruoso fenómeno que se llamó "El código Da Vinci".
¿Qué habitual de los libros no se tropezó por aquel entonces con alguna "ponencia" literaria en el lugar de trabajo, en las cafeterías o en la sobremesa, donde los contertulios desmenuzaban las virtudes e ignoraban los defectos de la obra de Brown?
¿Quién no se sorprendió de ver al amigo fulano o al conocido mengano recomendarle el libro en cuestión? ¡¡Con lo bien que hasta ahora habían disimulado su pasión por los libros!!

Pero quizás, el verdadero motivo del éxito de este tipo de letras de consumo rápido este sustentado por el simple hecho de que de vez en cuando apetece desconectar con alguna historia de cómoda digestión en la que paladear y salivar gustosamente las intrascendentes historias que nos sirven al igual que lo hacemos cuando nos sentamos a la mesa de un restaurante de comida rápida.
Relatos tan vacuos como las calorías de estas comidas, con poca ambición en una construcción saludable para nuestro disfrute y de tránsito tan rápido que nuestra memoria acaba por excretarlas en cuestión de días pero que debido al buen hacer de las editoriales a la hora de realizar "envoltorios" en ocasiones, y los placeres culpables en otras, consiguen que en determinadas circunstancias el deseo de consumo se vuelva prácticamente irresistible.

"La nueva obra del autor menganito", "El nuevo fenómeno de terror", "La controvertida nueva novela para mujeres" "Imprescindible para los admiradores de la épica" "Poesía en estado puro".... y así un sinfín de eslóganes que todos hemos visto de manera infatigable.
No importa qué tipo de lectura te interese, en ese vasto restaurante siempre podrás encontrar alguna especialidad con la eterna promesa de satisfacer a tus papilas gustativas, y curiosamente, a veces hasta sucede.
Otras, simplemente dejamos que la inapetencia por lo complejo o la gula por la lectura fácil o de moda delegue nuestra decisión en detrimento de clásicos o imprescindibles que han de ser obligatorios una vez en la vida.
Es inevitable, simple y llanamente.
Es inevitable que en ocasiones nuestro ánimo nos empuje a escoger un relato más plástico que profundo o más espectacular y vertiginoso que sustancial y es ante ese apetito cuando ha de primar la mesura y el eclecticismo de saber combinar ambas partes.

La industria y el mercado hace tiempo que fijaron su posición al respecto y el modelo de negocio a seguir, y si bien ese afán de inundar los estantes con colesterol literario no se hace extensible a toda ella, no es menos cierto que cada vez más a menudo queda en las manos del lector la obligación enseñarse a sí mismo que ha de consumir y en qué cantidades para no olvidar a esos grandes escritores u obras, (clásicos o contemporáneos) con el sino compartido de no servir como valedores o portaestandartes de los sellos literarios.
Porque al final, y retomando una cita (de nuevo) de King, "el salami no deja de ser salami, no puede pretenderse que se transforme en caviar".

1 comentario:

  1. Me encanta todo lo que escribes, se nota que es un mundo en el que te desenvuelves con pasión. Admiro tu dedicación y esfuerzo por compartir con la gente palabras tan sabias.

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